Necesitamos un plan… y ¿para qué?

Nos guste o no, la planificación es omnipresente; hacemos planes de todo tipo: planes estratégicos, planes de programas y proyectos, planes de desarrollo, planes de contingencia, planes ambientales, y así una lista interminable. Cada estructura quiere su plan, cada autoridad quiere su plan, para cada prioridad solicitamos un nuevo plan. Cada plan con su metodología y formato diferentes; y cada plan, además, requiere un diagnóstico…

Es una maraña que, mientras más intrincada, por lo general, es más inútil y desconectada de la realidad. La mayor parte de estos planes nunca se utilizan. Es solo para decir “tenemos un plan”, para cumplir un requerimiento formal o para satisfacer una falsa sensación de control. Al final, toda esta planificación desconectada de la acción y de la realidad solo genera frustración, agotamiento, desconfianza y desperdicio de recursos. Me refiero, en este artículo, en particular a la planificación del desarrollo, pero muchas de estas conclusiones pueden aplicarse a la planificación institucional.

Planificación como parte de la acción

No estoy diciendo que hay que dejar de planificar, sino que hay que hacerlo de una manera radicalmente diferente. La planificación es necesaria como parte de la acción y, planteada de la manera adecuada, es esencial para su éxito. He estado vinculado a procesos de planificación en los últimos 20 años (incluso un poco más). Estas experiencias me han convencido de la necesidad de cambiar cómo planificamos, no solo a nivel de herramientas y metodologías, sino, más importante aún, a nivel de paradigmas y enfoques.

Desde el 2021, por invitación de Enrique Gallicchio, imparto una asignatura sobre diagnóstico y planificación territorial en la Maestría de Desarrollo Local y Regional del Universidad CLAEH . En la pasada edición pregunté a los estudiantes: ¿por qué hay planes que terminan en el librero y son poco relevantes para guiar la acción? ¿Qué provoca esta situación, que se repite en diferentes contextos y niveles? Las respuestas abrieron un debate muy interesante que puso sobre la mesa elementos como, por ejemplo:

  • Exceso de planes, exceso de diagnósticos, superposición de planes.
  • Desconexión con la realidad, poco pragmatismo. Discontinuidad entre planificación y acción.
  • Insuficientes capacidades individuales y colectivas para conectar planificación y acción.
  • Visiones fragmentadas. Planificación institucional y sectorial, en lugar de planificación territorial. Deficiente nivel de articulaciones entre actores y entre niveles.
  • Poca participación real, insuficiente apropiación local.
  • Poca flexibilidad. Se adapta la realidad a la planificación y no al revés. Rigidez normativa.
  • Deficiente manejo de conflictos.
  • Centralización del poder, de las capacidades y de los recursos.
  • Planificación como ejercicio formal. Poco peso de la planificación para la toma de decisiones.
  • Simplificación forzada de la complejidad del desarrollo y del territorio.

Muchos de estos puntos están interconectados y responden a un paradigma (obsoleto, pero que se continúa aplicando), que concibe al desarrollo —y, por tanto, a su planificación y gestión— como:

  1. algo ordenado;
  2. donde todo se puede controlar;
  3. es posible prever lo que va a ocurrir y, por ende;
  4. replicamos soluciones que han demostrado ser buenas prácticas en otros lugares.

Está claro que esa concepción del desarrollo no funciona. Ni todo se puede controlar, mucho menos predecir el futuro; y lo que funcionó en un lugar no tiene por qué funcionar en otro. El desarrollo y, por consiguiente, su planificación y gestión son complejos. El territorio es un sistema complejo, con todo lo que eso implica. Algunos de estos puntos ya los he tratado en anteriores artículos que pueden encontrar en estos enlaces (Complejidad del desarrollo, Tipos de Sistemas, Importancia del Contexto).

Cuestionar, cuestionar y cuestionar

Desde la práctica emergen algunos criterios y enfoques que permiten navegar y tomar mejores decisiones en la planificación del desarrollo. El primero es cuestionar la propia necesidad de hacer el plan. ¿Por qué lo estamos haciendo? ¿Para qué? ¿Cuál es la utilidad o aporte concreto? ¿Qué pasará cuando esté listo el plan? Cuestionar el qué y el cómo en varias iteraciones, sumar a este ejercicio múltiples perspectivas y la mayor diversidad cognitiva posible. Si se logra responder de manera convincente y clara  a las preguntas anteriores —no para los directivos o técnicos involucrados en el proceso, sino para un ciudadano común—, entonces vale la pena emprender el proceso.

Ubicarnos en tiempo y espacio

También es fundamental ubicarse claramente en el contexto, conocerlo realmente y de manera cercana. Parte de esto es estar conscientes de a qué tipo de desafíos o decisiones nos enfrentamos (ordenadas, complejas o caóticas). Para esto último recomiendo utilizar el Marco Cynefin.

Experimentación como parte de la planificación

Otra decisión necesaria es desechar herramientas y metodologías rígidas que asumen una relación lineal y predecible entre causa-efecto, gastando inútilmente tiempo y recursos en costosos e inútiles planes que pretenden ir desde una visión estratégica a largo plazo hasta actividades e indicadores detallados. Y lo que hacen es convertir la planificación en un ejercicio de futurología, casi siempre sesgado hacia una visión poco realista. En vez de esto, se requiere una planificación que incorpore la experimentación (pruebas seguras, pilotos, etc.) como parte central y habitual de la misma, y que se retroalimente con estos resultados en tiempo real. Es evidente que esta nueva forma de planificar tiene que ser flexible, dinámica, con espacio para tomar decisiones ágiles desde el terreno y para innovar.

¿Y para qué?

Está claro que los fracasos de la planificación convencional no se deben, en primer lugar, a técnicas o herramientas. Hay que modificar el paradigma sobre el que está basada y esto choca con perjuicios, poderes e incentivos que apuntan en la dirección opuesta.

En este artículo solo he mencionado algunos elementos para que la planificación asuma y responda a las reales demandas del desarrollo sostenible, para que tenga un valor real y no pase como en el cuento del humorista argentino Landriscina, en el que después de varios “¿y para qué?”, llegaron al mismo punto de partida.

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Julio Portieles
Julio Portieles